Aquella noche se convirtió en fiesta el mismo espacio donde horas antes había trabajado como auxiliar de cocina preparando las canastillas de pan tostado con mantequilla que ponían en las mesas. Estaba en algún rincón de la Gran Manzana, no tenía tarifa por hora y dependía de la misericordia de quien dividiera el botín de las propinas que entraban en efectivo. En realidad todo empezó mucho antes, desde el día en el que alguien en un corredor de la Universidad me preguntó si tenía cuenta de Facebook. No tenía idea de qué se trataba, pero ese mismo día de 2007 lo averigüé e ingresé en ese mundo social virtual que de a poco me fue dejando sin amigos de carne y hueso. Tiendo a creer que igual se habrían ido. Mi espíritu nómada me había ya arrastrado largo.
El tiempo siguió transcurriendo desde aquellos días, y luego de habitar en 5 metrópolis terminé por habitar en cualquier parte. O por no habitar en ningún lado. Para el caso es lo mismo. Empecé a andar cada vez más ligero de equipaje. Mi baño cabe en un estuche. Una barra de jabón, champú, afeitadora desechable, cepillo de dientes, crema dental, seda y peinilla. Mi clóset cabe en un morral. Un par de pantalones, unas cuantas camisas, un solo par de zapatos negros y una sola correa negra a la que a propósito he tenido que rodarle la púa de la hebilla un agujero. Aun no entiendo cómo las personas invaden sus pequeños espacios de decenas de artículos inútiles.
Tengo barba desde que me acuerdo, y a veces tengo la curiosa pesadilla de que me miro al espejo y ya no la tengo. Cada vez que me miro despacio creo descubrir una nueva línea de expresión que me señala que el tiempo ha venido transcurriendo. A veces miro mis fotos pretendiendo que si algún día súbitamente me falla la memoria mi auto imagen venga capturada del pasado. Ahora me horroriza tomarme fotos, prefiero dejar otra clase de rastros que me permitan eventualmente regresar por el mismo camino en ese escenario hipotético en el que haya perdido la memoria. Son como fotos invisibles, que sólo yo, aún sin memoria, podría ver.
Duré muchos meses sin escribir. Ahora que lo hago de nuevo sé que debo así mismo reiniciar algunos ciclos. Quiero un nuevo lugar, pequeño, no sé dónde, en el quepamos yo y las pocas cosas que aún me poseen. Mientras tanto seguiré viviendo, agradeciéndole a mi suerte por cada experiencia vivida, por cada persona con quien tuve la oportunidad de compartir minutos, horas, días, semanas, meses, o años, así las haya dejado ir, o hayan querido irse, porque en algún momento fueron mi presente, y desde allí le dieron valor a mi historia, que durará mientras dure.
Juan Díaz
Atlanta, 2015
Monday, December 21, 2015
Sunday, February 9, 2014
PERSPECTIVA DEL AMOR DE QUIEN EN ÉL FRACASÓ
Escribí alguna que otra vez sobre el amor, pero siempre lo archivé en la carpeta de "inéditos por siempre". Algunos me dicen que aún soy joven, otros que soy viejo. Cada uno tiene su dimensión del tiempo, sus ideas y sus sentires. Yo sé que al menos tres escaladas y un poco más le han dejado algunas líneas a mi historia. En apariencia acumulo demasiados fracasos: nunca fui estudiante destacado, en los negocios cometí errores garrafales que me llevaron a la ruina, varios de mis mejores amigos se fueron desprendiendo de mi historia, y nunca pude, hasta hoy, triunfar gloriosamente en algún intento de relación amorosa.
Sin embargo, y ahora que vivo en un lugar de tenue invierno, aunque en ocasiones muy frío, con el cielo a veces gris, en escandalosa soledad, puedo encontrar la inspiración para atreverme a hablar de lo que hasta hoy aprendí de amor. Me dirán que siendo quien nunca lo encontró no tengo argumentos para hablar del tema. Se equivocan. Hubo una vez, sólo una, en la que estoy seguro de haberlo encontrado, y gracias a esa sola vez aprendí casi todo lo que creo saber. El único problema es que esta mujer que siempre me amó, y a la que siempre amé, me saca una temible ventaja de medio siglo en edad y en experiencia, que hoy me hace temer que cualquier día me abandone para siempre.
Aprendí algunas cosas que quizá a alguien le puedan servir de algo. Quizá alguien que tuvo un par de éxitos, inclusive. Esto que comparto deberá pasar por el juicio crítico de cada quien, y por medio de él alcanzar un punto cercano a la verdad individual. Las enumero sin orden de cronología o importancia. Cabe resaltar que el "es" no necesariamente corresponde con el "debería ser":
1. El amor es embustero: creo que en el amor de verdad existen mentiras. Me resulta triste, pero la vida me enseñó que son un rasgo del amor. Y me parece triste porque me creo un raro engendro que dice pocas mentiras, y quizá por ello me hace tanto daño descubrirlas. Cuento con una malsana capacidad de hacerlo. Algunas se caen por su propio peso. Supe que las mentiras hacían parte del amor cada vez que cuando con "ella" compartí comida me decía que estaba llena, yo bien sabía que la aguja de su tanque sólo marcaba la mitad. Creo que la mentira destruye, sobre todo cuando su visita es recurrente, y la media de su calibre amplia. Ocultar eventos o situaciones, sobre todo cuando el entendido se opone a su realidad, es exactamente igual a mentir, e igualmente nocivo.
2. El amor es miedoso: el amor le tiene pavor a la pérdida del otro. Cualquier otro miedo no es de amor auténtico. El miedo que siempre debe existir es el de perder al otro. Ese miedo le da vigor al amor, lo hace esforzarse, lo hace renunciar, lo hace hacer. Quien no tema perder al otro y sus acciones conduzcan el cauce en esa dirección no ama de verdad. O no tiene idea de amar.
3. El amor es impaciente: cada vez que me despedí de "ella" me puso sus manos, suaves y arrugadas, sobre mis hombros y me dijo: "no te demores en volver". Cada vez que desde la distancia la escuché no faltó nunca la pregunta: "¿cuándo vas a venir?". Ni siquiera cuando ya sabía que no sería en un tiempo cercano se abstuvo de preguntar de nuevo. El amor paciente no existe. El amor capaz de posponer una y mil veces no es auténtico. El amor de verdad mantiene siempre al ser amado en un muy alto orden de prioridad. El amor auténtico es ansioso, a veces torpe, anhela, desea, espera. Quien no valora el amor que recibe, así, ansioso y torpe, no es recíproco. Quien al ser esperado no acelera el paso no ama con la misma intensidad. O, de nuevo, no tiene idea de amar.
4. El amor es potencialmente destructivo: dejarse sentir amor es exponerse a los más duros golpes. Es arriesgarse a perder muchas cosas. La paz interior, por ejemplo. Amar es estar en una cuerda floja bajo el riesgo inminente de caer y recibir un golpe casi mortal. Pero no mortal. Por lo anterior vale la pena sentir amor, porque de cualquier manera no vamos a morir, y si se vive la vida con prevenciones, si alguien nos hizo daño y nos blindamos para no sufrir de nuevo, entonces perderemos la oportunidad de vivir la experiencia, que por mala que pueda resultar, nos hará sentir vivos.
Lo que les dejo de mi experiencia, y para las suyas, se resume en comprender que en el amor existe la mentira, es decir, mentir es una conducta típica y no implica no amar, mas sí resulta reprobable y potencialmente destructora. La infidelidad tampoco implica no amar, como suele pensarse, pero sí implica una violación al pacto sagrado de guardarse para el otro (a menos que dicho pacto no exista entre una pareja), y por lo mismo es una conducta, como la mentira, potencialmente destructora.
Se resume también en comprender que si no existe el miedo de perder al otro, no existe tampoco la necesidad de satisfacer sus necesidades, y en definitiva no hay amor.
Comprender que el amor espera, pero con ansias, con impaciencia, quien no lo sienta así no ama, quien no se esfuerce por recortar la espera es cruel, no es recíproco, no siente amor.
La última lección que me enseñó el amor, y que comparto, es que hay que permitirse sentirlo, no importa cuántos golpes éste antes haya propinado, no importa cuántas decepciones, cuántos malos ratos. Alguien, alguna vez, quizá lo pueda entregar de vuelta en similar medida, y si no, no importa, al menos sabrás que estás vivo, y seguirás vivo.
Juan Pablo Díaz (Atlanta, GA, enero 20 de 2014)
@juanpdiazr
Sin embargo, y ahora que vivo en un lugar de tenue invierno, aunque en ocasiones muy frío, con el cielo a veces gris, en escandalosa soledad, puedo encontrar la inspiración para atreverme a hablar de lo que hasta hoy aprendí de amor. Me dirán que siendo quien nunca lo encontró no tengo argumentos para hablar del tema. Se equivocan. Hubo una vez, sólo una, en la que estoy seguro de haberlo encontrado, y gracias a esa sola vez aprendí casi todo lo que creo saber. El único problema es que esta mujer que siempre me amó, y a la que siempre amé, me saca una temible ventaja de medio siglo en edad y en experiencia, que hoy me hace temer que cualquier día me abandone para siempre.
Aprendí algunas cosas que quizá a alguien le puedan servir de algo. Quizá alguien que tuvo un par de éxitos, inclusive. Esto que comparto deberá pasar por el juicio crítico de cada quien, y por medio de él alcanzar un punto cercano a la verdad individual. Las enumero sin orden de cronología o importancia. Cabe resaltar que el "es" no necesariamente corresponde con el "debería ser":
1. El amor es embustero: creo que en el amor de verdad existen mentiras. Me resulta triste, pero la vida me enseñó que son un rasgo del amor. Y me parece triste porque me creo un raro engendro que dice pocas mentiras, y quizá por ello me hace tanto daño descubrirlas. Cuento con una malsana capacidad de hacerlo. Algunas se caen por su propio peso. Supe que las mentiras hacían parte del amor cada vez que cuando con "ella" compartí comida me decía que estaba llena, yo bien sabía que la aguja de su tanque sólo marcaba la mitad. Creo que la mentira destruye, sobre todo cuando su visita es recurrente, y la media de su calibre amplia. Ocultar eventos o situaciones, sobre todo cuando el entendido se opone a su realidad, es exactamente igual a mentir, e igualmente nocivo.
2. El amor es miedoso: el amor le tiene pavor a la pérdida del otro. Cualquier otro miedo no es de amor auténtico. El miedo que siempre debe existir es el de perder al otro. Ese miedo le da vigor al amor, lo hace esforzarse, lo hace renunciar, lo hace hacer. Quien no tema perder al otro y sus acciones conduzcan el cauce en esa dirección no ama de verdad. O no tiene idea de amar.
3. El amor es impaciente: cada vez que me despedí de "ella" me puso sus manos, suaves y arrugadas, sobre mis hombros y me dijo: "no te demores en volver". Cada vez que desde la distancia la escuché no faltó nunca la pregunta: "¿cuándo vas a venir?". Ni siquiera cuando ya sabía que no sería en un tiempo cercano se abstuvo de preguntar de nuevo. El amor paciente no existe. El amor capaz de posponer una y mil veces no es auténtico. El amor de verdad mantiene siempre al ser amado en un muy alto orden de prioridad. El amor auténtico es ansioso, a veces torpe, anhela, desea, espera. Quien no valora el amor que recibe, así, ansioso y torpe, no es recíproco. Quien al ser esperado no acelera el paso no ama con la misma intensidad. O, de nuevo, no tiene idea de amar.
4. El amor es potencialmente destructivo: dejarse sentir amor es exponerse a los más duros golpes. Es arriesgarse a perder muchas cosas. La paz interior, por ejemplo. Amar es estar en una cuerda floja bajo el riesgo inminente de caer y recibir un golpe casi mortal. Pero no mortal. Por lo anterior vale la pena sentir amor, porque de cualquier manera no vamos a morir, y si se vive la vida con prevenciones, si alguien nos hizo daño y nos blindamos para no sufrir de nuevo, entonces perderemos la oportunidad de vivir la experiencia, que por mala que pueda resultar, nos hará sentir vivos.
Lo que les dejo de mi experiencia, y para las suyas, se resume en comprender que en el amor existe la mentira, es decir, mentir es una conducta típica y no implica no amar, mas sí resulta reprobable y potencialmente destructora. La infidelidad tampoco implica no amar, como suele pensarse, pero sí implica una violación al pacto sagrado de guardarse para el otro (a menos que dicho pacto no exista entre una pareja), y por lo mismo es una conducta, como la mentira, potencialmente destructora.
Se resume también en comprender que si no existe el miedo de perder al otro, no existe tampoco la necesidad de satisfacer sus necesidades, y en definitiva no hay amor.
Comprender que el amor espera, pero con ansias, con impaciencia, quien no lo sienta así no ama, quien no se esfuerce por recortar la espera es cruel, no es recíproco, no siente amor.
La última lección que me enseñó el amor, y que comparto, es que hay que permitirse sentirlo, no importa cuántos golpes éste antes haya propinado, no importa cuántas decepciones, cuántos malos ratos. Alguien, alguna vez, quizá lo pueda entregar de vuelta en similar medida, y si no, no importa, al menos sabrás que estás vivo, y seguirás vivo.
Juan Pablo Díaz (Atlanta, GA, enero 20 de 2014)
@juanpdiazr
Thursday, June 20, 2013
EL ORGULLO COLOMBIANO
Nací en Colombia, país donde el orgullo patrio es parte del paradigma del deber ser, aunque sean muy pocos los colombianos que auténticamente defiendan con sus actos la premisa de que su amor por este país es incondicional. Un colombiano promedio defenderá ferozmente a su país de aquél, nacional o extranjero, que le ose lanzar alguna diatriba o dudosa indirecta. Un colombiano promedio tendrá siempre bajo la manga un par de frases punzantes para aquel extranjero que le juegue una broma con el tema del tráfico de drogas, o para aquel compatriota que se atreva a dudar de que es éste el país más feliz del mundo.
El colombiano promedio es de una profunda devoción religiosa. El atractivo de ir a muchos pueblos, o incluso a algunas ciudades, como Popayán, es ir a ver iglesias. El colombiano señala y condena con vehemencia a cualquiera que atente de alguna forma contra algún precepto religioso, lo percibe como un ser equivocado, y le ofrece una compasión hipócrita, con una exhalación sostenida y el ceño bien fruncido. El colombiano sabe cómo hacer del popular “que Dios te bendiga” una ofensa.
El colombiano que dice estar orgullosísimo de serlo es el mismo que arroja basuras a las calles, el que evade impuestos, el que se cuela en las filas, el que irrespeta las señales de tránsito, el que arroja su vehículo a los peatones, el que hace trampas, el que está más preocupado por lo que suceda debajo de la mesa que por encima de ella. La parte más fuerte de comprender y de aceptar, al menos para mí, es saber que el colombiano promedio se excita con la sangre de algún ‘enemigo’ de la patria. Ejemplo: cuando en alguna acción de la policía cae algún pillo y, vivo o muerto, empieza a correr su sangre sobre el pavimento, la horda enardecida en cualquier estrato disfrutará el acto con éxtasis. Se escucharán frases como “¡que viva Colombia!”. Somos una raza de naturaleza agresiva, violenta, en Colombia cualquier diferencia correrá el riesgo de dirimirse con insultos, patadas o hasta balas. No sé qué tanta distancia exista entre el guerrillero que siembra una mina anti-persona y el ciudadano que al ver caído a un ladrón se le acerca y le propina un punta pie. Ambos son igual de cobardes y salvajes.
Este país es un verdadero desastre, y no temo mencionarlo a pesar de que sé que este ensayo le costará lectores a mi blog. Me declararán apátrida o me adjudicarán algún otro epíteto. La verdad es que en lugar de orgullo siento algo de vergüenza por mi país. Por ejemplo, cuando advierto que en un vuelo nacional viajan ciudadanos extranjeros el momento del aterrizaje y carreteo lo vivo con angustia, me llevo las manos al rostro y veo de reojo al foráneo incauto, esperando a que, con el avión incluso sin detenerse algunas veces y con las señales de ‘cinturón abrochado’ encendidas, todos se levanten de sus puestos a retirar sus equipajes de los compartimientos superiores, con total desparpajo y desvergüenza, atropellándose unos a otros, tratando de ganarle espacio al de al lado. Al final se quedan de pie cinco minutos esperando a que abran las puertas. A quien no haya logrado salir de su asiento al pasillo le costará trabajo encontrar a quien le permita el paso. En alguna oportunidad tuve en el asiento de al lado a un europeo, a quien me sentí en la obligación de ofrecerle disculpas por el inocultable comportamiento primitivo de la gente.
El ejemplo anterior se queda corto para ilustrar la falta de maneras e incapacidad de interpretar los códigos universales de conducta en sociedad de la gente en Colombia. Siguiendo con los ejemplos, un colombiano promedio no sólo se quedará paralizado en una banda transportadora esperando a que ésta lo conduzca hasta el final de la misma, sino que se enojará con quien pretenda adelantársele. De aquí saltamos a un rasgo muy marcado del carácter del colombiano, la doble moral, o el moralismo inmoral, como yo lo llamo. Ese moralismo inmoral del que hablo encierra dentro de sí y nuestra cultura una conducta generalizada: la hipocresía.
La hipocresía en Colombia es una obligación, una forma de supervivencia, aquí no se le puede decir nada a nadie que sugiera una revisión de su conducta sin esperar una mala reacción, podría decirse que en Colombia un axioma es “si lo que me vas a decir no me va a sonar bonito mejor no me lo digas”. Ese rasgo de nuestra cultura nos impide utilizar las ópticas exteriores de los unos y los otros para auto revisarnos y eventualmente progresar como personas. El colombiano raramente aceptará con criterio una crítica y su tendencia será a rechazarla. Ejemplo: alguien me decía enojado que no soportaba que le hicieran correcciones a los errores gramaticales de sus redacciones. Le dije “puedes enojarte o aprovechar la corrección para aprender de ella y no seguir cometiendo el mismo error”.
Haga en Colombia dos o tres de los siguientes ejercicios: 1. Invite a un ciudadano que vea arrojar un papel a la calle a recogerlo y buscar una caneca; 2. Sugiérale a su amigo que no utilice su dedo pulgar para empujar el arroz al tenedor; 3. Pídale al chofer del bus que no se detenga a recoger al pasajero en zona prohibida; 4. Solicítele amablemente a un conductor que se detuvo sobre la cebra que retroceda su vehículo; 5. Dígale a su compañero de trabajo que cuando hable no le ponga una ‘s’ al final a los verbos en el pretérito indefinido de la segunda persona; 6. Recomiéndele a su amigo que lave sus manos antes de salir del baño y después de miccionar; 7. Hágale saber a una amiga que su china o su pelo pintado con mechones amarillos no le luce; 8. Cuéntele a su compañero uribista que ud. votó por Petro a la Alcaldía de Bogotá o que está de acuerdo con el Proceso de Paz de Santos; 9. Reclámele a quien al estacionarse esté tomando dos sitios de parqueo; 10. Explíquele al que le “cuidó el carro” que usted no le solicitó dicho servicio y que por ende no le debe nada.
El orgullo colombiano o el amor patrio es una falacia, una charada, una mentira que nos inculcaron desde niños y que nos dijeron tantas veces y de tantas formas que terminamos por creerla. El colombiano promedio es indolente, indiferente a la injusticia, la presencia y la deja pasar por alto, en absoluta complicidad con ella. En realidad sólo aman este país los que hacen algo por dejar mejor las cosas de lo que las encontraron, los que guardan el sentido de la justicia, los que aceptan las diferencias como parte del proceso y ven en ellas una oportunidad de aprendizaje. Se es mejor colombiano cediendo el puesto en el bus a una persona mayor que rezando el rosario todos los días.
No sé si viviré en Colombia mucho tiempo más, o si pronto aburrido me iré a cualquier parte. Lo único de lo que estoy seguro es que mientras viva aquí no aceptaré las imposiciones sociales mal orientadas. Actuaré bajo mi criterio legítimo. Y si algún día me voy a buscar un nuevo horizonte en otro lugar del mundo, mi mejor forma de defender a la patria que me vio nacer será simplemente hacer cada cosa con pasión.
Juan Pablo Díaz R.
Bogotá, junio de 2013.
@juanpdiazr
El colombiano promedio es de una profunda devoción religiosa. El atractivo de ir a muchos pueblos, o incluso a algunas ciudades, como Popayán, es ir a ver iglesias. El colombiano señala y condena con vehemencia a cualquiera que atente de alguna forma contra algún precepto religioso, lo percibe como un ser equivocado, y le ofrece una compasión hipócrita, con una exhalación sostenida y el ceño bien fruncido. El colombiano sabe cómo hacer del popular “que Dios te bendiga” una ofensa.
El colombiano que dice estar orgullosísimo de serlo es el mismo que arroja basuras a las calles, el que evade impuestos, el que se cuela en las filas, el que irrespeta las señales de tránsito, el que arroja su vehículo a los peatones, el que hace trampas, el que está más preocupado por lo que suceda debajo de la mesa que por encima de ella. La parte más fuerte de comprender y de aceptar, al menos para mí, es saber que el colombiano promedio se excita con la sangre de algún ‘enemigo’ de la patria. Ejemplo: cuando en alguna acción de la policía cae algún pillo y, vivo o muerto, empieza a correr su sangre sobre el pavimento, la horda enardecida en cualquier estrato disfrutará el acto con éxtasis. Se escucharán frases como “¡que viva Colombia!”. Somos una raza de naturaleza agresiva, violenta, en Colombia cualquier diferencia correrá el riesgo de dirimirse con insultos, patadas o hasta balas. No sé qué tanta distancia exista entre el guerrillero que siembra una mina anti-persona y el ciudadano que al ver caído a un ladrón se le acerca y le propina un punta pie. Ambos son igual de cobardes y salvajes.
Este país es un verdadero desastre, y no temo mencionarlo a pesar de que sé que este ensayo le costará lectores a mi blog. Me declararán apátrida o me adjudicarán algún otro epíteto. La verdad es que en lugar de orgullo siento algo de vergüenza por mi país. Por ejemplo, cuando advierto que en un vuelo nacional viajan ciudadanos extranjeros el momento del aterrizaje y carreteo lo vivo con angustia, me llevo las manos al rostro y veo de reojo al foráneo incauto, esperando a que, con el avión incluso sin detenerse algunas veces y con las señales de ‘cinturón abrochado’ encendidas, todos se levanten de sus puestos a retirar sus equipajes de los compartimientos superiores, con total desparpajo y desvergüenza, atropellándose unos a otros, tratando de ganarle espacio al de al lado. Al final se quedan de pie cinco minutos esperando a que abran las puertas. A quien no haya logrado salir de su asiento al pasillo le costará trabajo encontrar a quien le permita el paso. En alguna oportunidad tuve en el asiento de al lado a un europeo, a quien me sentí en la obligación de ofrecerle disculpas por el inocultable comportamiento primitivo de la gente.
El ejemplo anterior se queda corto para ilustrar la falta de maneras e incapacidad de interpretar los códigos universales de conducta en sociedad de la gente en Colombia. Siguiendo con los ejemplos, un colombiano promedio no sólo se quedará paralizado en una banda transportadora esperando a que ésta lo conduzca hasta el final de la misma, sino que se enojará con quien pretenda adelantársele. De aquí saltamos a un rasgo muy marcado del carácter del colombiano, la doble moral, o el moralismo inmoral, como yo lo llamo. Ese moralismo inmoral del que hablo encierra dentro de sí y nuestra cultura una conducta generalizada: la hipocresía.
La hipocresía en Colombia es una obligación, una forma de supervivencia, aquí no se le puede decir nada a nadie que sugiera una revisión de su conducta sin esperar una mala reacción, podría decirse que en Colombia un axioma es “si lo que me vas a decir no me va a sonar bonito mejor no me lo digas”. Ese rasgo de nuestra cultura nos impide utilizar las ópticas exteriores de los unos y los otros para auto revisarnos y eventualmente progresar como personas. El colombiano raramente aceptará con criterio una crítica y su tendencia será a rechazarla. Ejemplo: alguien me decía enojado que no soportaba que le hicieran correcciones a los errores gramaticales de sus redacciones. Le dije “puedes enojarte o aprovechar la corrección para aprender de ella y no seguir cometiendo el mismo error”.
Haga en Colombia dos o tres de los siguientes ejercicios: 1. Invite a un ciudadano que vea arrojar un papel a la calle a recogerlo y buscar una caneca; 2. Sugiérale a su amigo que no utilice su dedo pulgar para empujar el arroz al tenedor; 3. Pídale al chofer del bus que no se detenga a recoger al pasajero en zona prohibida; 4. Solicítele amablemente a un conductor que se detuvo sobre la cebra que retroceda su vehículo; 5. Dígale a su compañero de trabajo que cuando hable no le ponga una ‘s’ al final a los verbos en el pretérito indefinido de la segunda persona; 6. Recomiéndele a su amigo que lave sus manos antes de salir del baño y después de miccionar; 7. Hágale saber a una amiga que su china o su pelo pintado con mechones amarillos no le luce; 8. Cuéntele a su compañero uribista que ud. votó por Petro a la Alcaldía de Bogotá o que está de acuerdo con el Proceso de Paz de Santos; 9. Reclámele a quien al estacionarse esté tomando dos sitios de parqueo; 10. Explíquele al que le “cuidó el carro” que usted no le solicitó dicho servicio y que por ende no le debe nada.
El orgullo colombiano o el amor patrio es una falacia, una charada, una mentira que nos inculcaron desde niños y que nos dijeron tantas veces y de tantas formas que terminamos por creerla. El colombiano promedio es indolente, indiferente a la injusticia, la presencia y la deja pasar por alto, en absoluta complicidad con ella. En realidad sólo aman este país los que hacen algo por dejar mejor las cosas de lo que las encontraron, los que guardan el sentido de la justicia, los que aceptan las diferencias como parte del proceso y ven en ellas una oportunidad de aprendizaje. Se es mejor colombiano cediendo el puesto en el bus a una persona mayor que rezando el rosario todos los días.
No sé si viviré en Colombia mucho tiempo más, o si pronto aburrido me iré a cualquier parte. Lo único de lo que estoy seguro es que mientras viva aquí no aceptaré las imposiciones sociales mal orientadas. Actuaré bajo mi criterio legítimo. Y si algún día me voy a buscar un nuevo horizonte en otro lugar del mundo, mi mejor forma de defender a la patria que me vio nacer será simplemente hacer cada cosa con pasión.
Juan Pablo Díaz R.
Bogotá, junio de 2013.
@juanpdiazr
Thursday, May 9, 2013
ELLAS Y SUS HISTORIAS
Ella, de ojos miel, de sonrisa perfecta. Ella, de impecable ortografía, de pulidas maneras. Lo encontró a él, en exploración tardía. Él, diferente, serio, parco. Siempre presente la falsa creencia de que palabras y adagios populares encierran el secreto de la felicidad. O al menos la verdad. Se casaron. Escenario repetido, pero siempre auténtico, cuando es otra la pareja y cuando, sin hurgar en el destino próximo, parecen felices los dos. Algunas veces la suegra vive la boda con el semblante que debería guardarse para un velorio. Pero no fue el caso. Ésta historia, de mi parte, y al menos por ahora, permanece exenta de pronóstico.
Ella, rebelde e impulsiva. Encontró uno tan inestable como ella, tan inseguro de sus propios quereres como ella. Era la crónica de una muerte anunciada. Pero los emotivos poco caso le hacen a la razón y se lanzan al vacío sin precaución alguna. Alguna vez lo compartió, y aquella particular situación pareció crearle la obsesión de ser la única. Sus impulsos y locura pos adolescencia la condujeron por caminos por los que era fácil terminar arrepentida, pero le valieron para encontrarlo de nuevo. La irracionalidad de ella era sólo superada por la irracionalidad de él. Se casaron en una pequeña pero bonita ceremonia. La unión no fue prolija y el final no fue afable. Tomaron caminos separados. Apuesto a que continúan insatisfechos con sus nuevas vidas.
Ella, de curvas perfectas, osada, intelectual. Encontró a un hombre mayor de su misma profesión. Creyó haber encontrado lo que necesitaba, serenidad, estabilidad, lo que antes le resultó esquivo. No fue tan así, pero tampoco fue tan malo. Se demostró algunas cosas así misma, y también lo ayudó a ser mejor de lo que era. Construyeron cosas juntos. Le costó manejar el deseo de entregarse a un hombre más joven, de mejor aroma, de mejor textura, y sucumbió. Ellos siguieron, quizá porque la infidelidad sólo destruye la relación en la que el otro la descubre. El hombre joven desapareció. Quizá ella sucumbió alguna vez más. Quizá él también.
Ella, soñadora y persistente. Nunca encontró lo que quería, quizá porque siempre avanzó a pesar de haber fallado el primer paso. La valoraron poco, pero fue su culpa. Perseverante y emocional, dedicada e inestable. Astuta y torpe a la vez. Luego de muchos desencuentros, de varios desamores, encontró uno que aceptó aceptarla. Ello le bastó, pero él estaba muy lejos de lo que ella soñó para sí misma. Un tercero motivó la unión nupcial. El deber ser aprendido dibujó un camino que ella no trazó utilizando su conciencia crítica. Espero equivocarme al suponer que vivirá frustrada por mucho tiempo, luchando contra la gansada de creer importante demostrarle a los demás que estaban equivocados.
Ella, sutil y encantadora, básica, pero sublime. Fue de ésas que encontró un amor adolescente de ésos que perduran. Pero que también un día se acaban, como todo. Después de tantas historias, de tanto tiempo transcurrido, la mente se engaña al suponer que un paso más, aún por fuera de los límites de la sensatez, se hace necesario para darle sentido a lo vivido. Qué grave error creerlo así. Él, indeciso y abnegado. Estaban hechos para lanzarse juntos al abismo. Y así fue. Casamiento, Iglesia, familia, amigos. Terminó más temprano que tarde. Ellos encontraron nuevos compañeros antes de la definitiva sentencia de muerte, y aún así se preguntaban si después de tantas líneas escritas donde aparecían los dos, lo correcto para el uno continuaba siendo el otro.
Juan Pablo Díaz R.
Bogotá, mayo de 2013
Twitter: @juanpdiazr
Ella, rebelde e impulsiva. Encontró uno tan inestable como ella, tan inseguro de sus propios quereres como ella. Era la crónica de una muerte anunciada. Pero los emotivos poco caso le hacen a la razón y se lanzan al vacío sin precaución alguna. Alguna vez lo compartió, y aquella particular situación pareció crearle la obsesión de ser la única. Sus impulsos y locura pos adolescencia la condujeron por caminos por los que era fácil terminar arrepentida, pero le valieron para encontrarlo de nuevo. La irracionalidad de ella era sólo superada por la irracionalidad de él. Se casaron en una pequeña pero bonita ceremonia. La unión no fue prolija y el final no fue afable. Tomaron caminos separados. Apuesto a que continúan insatisfechos con sus nuevas vidas.
Ella, de curvas perfectas, osada, intelectual. Encontró a un hombre mayor de su misma profesión. Creyó haber encontrado lo que necesitaba, serenidad, estabilidad, lo que antes le resultó esquivo. No fue tan así, pero tampoco fue tan malo. Se demostró algunas cosas así misma, y también lo ayudó a ser mejor de lo que era. Construyeron cosas juntos. Le costó manejar el deseo de entregarse a un hombre más joven, de mejor aroma, de mejor textura, y sucumbió. Ellos siguieron, quizá porque la infidelidad sólo destruye la relación en la que el otro la descubre. El hombre joven desapareció. Quizá ella sucumbió alguna vez más. Quizá él también.
Ella, soñadora y persistente. Nunca encontró lo que quería, quizá porque siempre avanzó a pesar de haber fallado el primer paso. La valoraron poco, pero fue su culpa. Perseverante y emocional, dedicada e inestable. Astuta y torpe a la vez. Luego de muchos desencuentros, de varios desamores, encontró uno que aceptó aceptarla. Ello le bastó, pero él estaba muy lejos de lo que ella soñó para sí misma. Un tercero motivó la unión nupcial. El deber ser aprendido dibujó un camino que ella no trazó utilizando su conciencia crítica. Espero equivocarme al suponer que vivirá frustrada por mucho tiempo, luchando contra la gansada de creer importante demostrarle a los demás que estaban equivocados.
Ella, sutil y encantadora, básica, pero sublime. Fue de ésas que encontró un amor adolescente de ésos que perduran. Pero que también un día se acaban, como todo. Después de tantas historias, de tanto tiempo transcurrido, la mente se engaña al suponer que un paso más, aún por fuera de los límites de la sensatez, se hace necesario para darle sentido a lo vivido. Qué grave error creerlo así. Él, indeciso y abnegado. Estaban hechos para lanzarse juntos al abismo. Y así fue. Casamiento, Iglesia, familia, amigos. Terminó más temprano que tarde. Ellos encontraron nuevos compañeros antes de la definitiva sentencia de muerte, y aún así se preguntaban si después de tantas líneas escritas donde aparecían los dos, lo correcto para el uno continuaba siendo el otro.
Juan Pablo Díaz R.
Bogotá, mayo de 2013
Twitter: @juanpdiazr
Thursday, February 14, 2013
ALGUNA VEZ FUI… (Segunda Parte)
Alguna vez fui conductor de bus intermunicipal. El hecho ocurrió en Venezuela en la vía que de San Cristóbal conduce a Barquisimeto. Yo estaba en Venezuela en épocas en las que los colombianos debíamos pedir visa para entrar por tierra al vecino país. Había hecho ingentes esfuerzos por conseguir mi visa en la ciudad fronteriza de Cúcuta, pero resultaron infructuosos. Decidí entrar a Venezuela de todas formas. Sólo un conductor de bus intermunicipal aceptó sacarme de San Cristóbal, pero no hacia Caracas, que era mi destino, sino hacia Barquisimeto. Su condición fue que condujera durante un tramo en el que una alcabala nos detendría y registraría a todos los pasajeros, pero ignorarían al chofer del bus. Así fue. No me pidieron licencia ni nada. Ni siquiera me saludaron. Buscaban colombianos sin visa y no sospecharían del chofer. Ya había hecho mis prácticas de chofer de bus en un parqueadero de Urba-Playa en el que con frecuencia sacaba y metía buses que obstruían la salida de mi VolksWagen, pero esta vez en las rápidas vías venezolanas y con adrenalina de por medio fue más emocionante.
Alguna vez fui jugador de la Selección Colombia de mayores. Ocurrió en un partido amistoso en el Metropolitano a puerta cerrada previo a la Copa América del 2001. Yo había sido contratado para arreglar las porterías y ponerles mallas con tejido de panal. Mi trabajo era muy importante porque sería el centro de atención de las cámaras en una transmisión televisiva que llegaría en directo a más de 80 países. Me puse los cortos, me colé a la zona de trabajos de campo, y bajo las órdenes de Francisco Maturana hice parte de unos ejercicios previos al duelo amistoso. Hice fila para cobrarle tiro penal a Óscar Córdoba. Hice estiramiento de gemelos con Roberto Carlos Cortés. Fueron mis únicos minutos haciendo algo de lo que más me gusta con los que mejor lo sabían hacer. Nunca tuve la oportunidad de participar de los múltiples trabajos de campo en los entrenamientos de Junior a los que asistí. Aquella fue mi fugaz revancha. Aquellos muchachos resultarían campeones de la Copa América con el récord de no recibir un solo gol en contra.
Alguna vez fui ponente involuntario frente al Alcalde de Barranquilla. Fue en el coliseo del Colegio Eucarístico de Barranquilla. Mi profesor de filosofía tenía la responsabilidad de enviar unos estudiantes en representación del colegio para presentar una propuesta de impacto social, él lo había olvidado por completo, nunca seleccionó a nadie para que la desarrollara, y decidió a última hora confiar en mí para que fuera el encargado de diseñar una improvisación y presentarla con micrófono en mano frente al Alcalde y 800 personas más dos horas después de haber sido notificado. Recuerdo que fue un 8 de noviembre. El profesor me dio oportunidad de llevarme a dos compañeros que me pudieran respaldar. Yo no me llevé a quienes me pudieran respaldar, me llevé a los dos compañeros que más quería, a mis mejores amigos, simplemente para que vivieran conmigo aquel descabellado episodio. Al final no me salió tan mal, aunque no conservo en mi memoria cuál fue mi propuesta.
Alguna vez fui predicador. No fue un evento efímero. Ocurrió durante mi adolescencia cuando creí encontrar en los relatos bíblicos parte del sentido del ser. Fue una experiencia simultánea con mi aprendizaje de la filosofía, ciencia cuyo estudio me resultaba fascinante. Desde Grecia, pasando por la escolástica, el renacentismo y llegando hasta la filosofía contemporánea la historia me mostró muchas teorías sustentadas con explicaciones etéreas o argumentaciones teológicas. Me interesé entonces paralelamente por el tema de la religión, hice parte de un grupo pastoral, participé de múltiples reuniones de predicación y hasta gané un concurso mariano con premio incluido. Fue una etapa que me ayudó a descubrirme y a discernir sobre los preceptos establecidos por la moral cristiana. Hoy en día rechazo muchas de las cosas relacionadas con las religiones y las iglesias, no creo en los sacramentos, y soy un acérrimo enemigo de muchas de las normativas impuestas por el moralismo cristiano.
Alguna vez fui profesor universitario. Había sido tutor en idiomas, monitor en varias asignaturas de ingeniería y docente asistente en una especialización, luego tenía alguna experiencia en el ámbito académico desde el lado de la pizarra. La ocasión se dio porque la herramienta computacional sobre la cual se basaba una asignatura de la que era monitor incluyó un nuevo módulo en su nueva versión y el profesor del curso no alcanzó a familiarizarse con dicho módulo cuando correspondió dictarlo. Yo había aprendido por mi cuenta a manejar el nuevo módulo con suficiencia. El profesor confió en mí para que fuera yo quien lo dictara en lugar de él. Fue un voto de confianza por el que nunca dejaré de agradecer a aquel profesor porque fue algo que anhelé poder hacer y se me dio. No pierdo la esperanza de algún día como catedrático poder dictar un curso de educación superior.
Alguna vez fui albañil. Vivía en Minnetonka, suburbio de Minneapolis. La casa en que vivía se incendió. La clase media en los EEUU suele hacer todo aquello para lo que sea físicamente capaz y disponga de manuales en Google o YouTube. No es común llamar al plomero o al pintor a menos que el trabajo requiera realmente de una mano de obra calificada. La familia Hiltsley, con la que vivía, decidió reconstruir la casa sin ayuda de nadie, pese a que la propiedad tenía un seguro que cubría los daños del incendio. Fueron varias semanas de ardua labor. Mi trabajo consistía en derrumbar paredes y remover escombros. Lo hacía por tres horas diarias de lunes a viernes al llegar de la escuela, y a doble jornada sábados y domingos. Tuve graves problemas de espalda por casi 4 años, al parecer derivados de aquellas semanas de carga excesiva sobre los músculos dorsales. Desde entonces valoro mucho los trabajos que exigen esfuerzo físico y hago lo posible por pagar bien a los obreros que he tenido a cargo.
Juan Pablo Díaz
Barranquilla, 2013
@juanpdiazr
Alguna vez fui jugador de la Selección Colombia de mayores. Ocurrió en un partido amistoso en el Metropolitano a puerta cerrada previo a la Copa América del 2001. Yo había sido contratado para arreglar las porterías y ponerles mallas con tejido de panal. Mi trabajo era muy importante porque sería el centro de atención de las cámaras en una transmisión televisiva que llegaría en directo a más de 80 países. Me puse los cortos, me colé a la zona de trabajos de campo, y bajo las órdenes de Francisco Maturana hice parte de unos ejercicios previos al duelo amistoso. Hice fila para cobrarle tiro penal a Óscar Córdoba. Hice estiramiento de gemelos con Roberto Carlos Cortés. Fueron mis únicos minutos haciendo algo de lo que más me gusta con los que mejor lo sabían hacer. Nunca tuve la oportunidad de participar de los múltiples trabajos de campo en los entrenamientos de Junior a los que asistí. Aquella fue mi fugaz revancha. Aquellos muchachos resultarían campeones de la Copa América con el récord de no recibir un solo gol en contra.
Alguna vez fui ponente involuntario frente al Alcalde de Barranquilla. Fue en el coliseo del Colegio Eucarístico de Barranquilla. Mi profesor de filosofía tenía la responsabilidad de enviar unos estudiantes en representación del colegio para presentar una propuesta de impacto social, él lo había olvidado por completo, nunca seleccionó a nadie para que la desarrollara, y decidió a última hora confiar en mí para que fuera el encargado de diseñar una improvisación y presentarla con micrófono en mano frente al Alcalde y 800 personas más dos horas después de haber sido notificado. Recuerdo que fue un 8 de noviembre. El profesor me dio oportunidad de llevarme a dos compañeros que me pudieran respaldar. Yo no me llevé a quienes me pudieran respaldar, me llevé a los dos compañeros que más quería, a mis mejores amigos, simplemente para que vivieran conmigo aquel descabellado episodio. Al final no me salió tan mal, aunque no conservo en mi memoria cuál fue mi propuesta.
Alguna vez fui predicador. No fue un evento efímero. Ocurrió durante mi adolescencia cuando creí encontrar en los relatos bíblicos parte del sentido del ser. Fue una experiencia simultánea con mi aprendizaje de la filosofía, ciencia cuyo estudio me resultaba fascinante. Desde Grecia, pasando por la escolástica, el renacentismo y llegando hasta la filosofía contemporánea la historia me mostró muchas teorías sustentadas con explicaciones etéreas o argumentaciones teológicas. Me interesé entonces paralelamente por el tema de la religión, hice parte de un grupo pastoral, participé de múltiples reuniones de predicación y hasta gané un concurso mariano con premio incluido. Fue una etapa que me ayudó a descubrirme y a discernir sobre los preceptos establecidos por la moral cristiana. Hoy en día rechazo muchas de las cosas relacionadas con las religiones y las iglesias, no creo en los sacramentos, y soy un acérrimo enemigo de muchas de las normativas impuestas por el moralismo cristiano.
Alguna vez fui profesor universitario. Había sido tutor en idiomas, monitor en varias asignaturas de ingeniería y docente asistente en una especialización, luego tenía alguna experiencia en el ámbito académico desde el lado de la pizarra. La ocasión se dio porque la herramienta computacional sobre la cual se basaba una asignatura de la que era monitor incluyó un nuevo módulo en su nueva versión y el profesor del curso no alcanzó a familiarizarse con dicho módulo cuando correspondió dictarlo. Yo había aprendido por mi cuenta a manejar el nuevo módulo con suficiencia. El profesor confió en mí para que fuera yo quien lo dictara en lugar de él. Fue un voto de confianza por el que nunca dejaré de agradecer a aquel profesor porque fue algo que anhelé poder hacer y se me dio. No pierdo la esperanza de algún día como catedrático poder dictar un curso de educación superior.
Alguna vez fui albañil. Vivía en Minnetonka, suburbio de Minneapolis. La casa en que vivía se incendió. La clase media en los EEUU suele hacer todo aquello para lo que sea físicamente capaz y disponga de manuales en Google o YouTube. No es común llamar al plomero o al pintor a menos que el trabajo requiera realmente de una mano de obra calificada. La familia Hiltsley, con la que vivía, decidió reconstruir la casa sin ayuda de nadie, pese a que la propiedad tenía un seguro que cubría los daños del incendio. Fueron varias semanas de ardua labor. Mi trabajo consistía en derrumbar paredes y remover escombros. Lo hacía por tres horas diarias de lunes a viernes al llegar de la escuela, y a doble jornada sábados y domingos. Tuve graves problemas de espalda por casi 4 años, al parecer derivados de aquellas semanas de carga excesiva sobre los músculos dorsales. Desde entonces valoro mucho los trabajos que exigen esfuerzo físico y hago lo posible por pagar bien a los obreros que he tenido a cargo.
Juan Pablo Díaz
Barranquilla, 2013
@juanpdiazr
Wednesday, January 30, 2013
ALGUNA VEZ FUI…
Alguna vez fui invitado a un programa de entrevistas. Ocurrió en la ciudad de Minneapolis. Algún grupo periodístico investigador conoció mi historia de estudiante extranjero y creyó que valía la pena contarla en televisión. La emisión fue en horario de máxima audiencia. El programa se llamaba Dimensional y el formato era parecido a “Yo José Gabriel”. Fue una experiencia bastante curiosa haber sido invitado a aquel programa porque por alguna extraña razón para los americanos el hecho de aparecer en televisión por sí mismo resulta una proeza. Por algunos días la gente me reconoció en la calle y recibí solicitudes de fotos y hasta autógrafos. No me imagino cómo hace en ese país un actor famoso para caminar por cualquier calle. Lo mejor que resultó de aquella entrevista fue que gracias a que conté que me gustaba pescar, uno de los camarógrafos me invitó el fin de semana siguiente a hacer ‘ice-fishing’ en un lago congelado perforando la gruesa capa de hielo con un taladro gigante y desde de una especie de casita con calefacción, que llegaba halada por un tráiler, y que tenía compuertas en el suelo para enviar los anzuelos por los agujeros que atravesaban más de un metro de hielo. Jamás habría imaginado que existía esa forma de pescar durante el invierno.
Alguna vez fui periodista deportivo. Lo hice para el canal local Telebarranquilla. Hacía notas, en su mayoría futboleras, pero también relacionadas a otros deportes, como el boxeo. El programa central se emitía en directo, y se interrumpía para pasar videos y, en algunos espacios, mis notas deportivas, las cuales hacía en pareja con uno de mis grandes amigos, quien algunos años después estaría en los mundiales de Alemania y Sudáfrica haciendo cubrimientos periodísticos. Tenía mi propio club de fans, quienes me enviaban regalos al canal. Mis fans más destacadas eran Yumerleidys y Usnavi. Cuando abandoné mi rol de reportero mis fans empezaron a llamar al canal preguntando al aire qué había pasado conmigo. Entonces el canal empezó a re emitir viejos videos para complacerlas. En mi experiencia como periodista deportivo pude conocer personalmente a jugadores y técnicos del rentado nacional. Además mi carnet de periodista me permitió durante un par de años entrar por el acceso a prensa al estadio Metropolitano. Tres años más tarde presentaría un programa futbolero llamado "La Redonda" que era transmitido a través del canal interno de la Universidad del Norte.
Alguna vez fui estudiante de medicina. Ocurrió tras haber culminado mi ciclo como estudiante de ingeniería. El interés por esta ciencia no era casual, tres de mis familiares la escogieron por profesión, así que podríamos inferir que me venía en la vena. Aparte de haber aprendido que una vida entera dedicada a comprender la célula sería insuficiente para lograrlo, aprendí algunas otras cosas más practicas, como a auto inyectarme intramuscular y a auto sacarme la sangre, lo cual no era tan simple. La primera vez que me intenté sacar la sangre no aflojé el elástico antes de retirar la aguja y dejé un charco de sangre en el laboratorio. Por suerte traía bata y mi uniforme se salvó de quedar manchado de mi propia sangre. Fue un año fascinante dedicado desde las aulas a algo completamente nuevo y diferente, ejercitando de una nueva forma mi cerebro, encantado con todo lo que aprendía en cada clase. Sucumbí por los horarios, el escaso tiempo libre para poder trabajar y el alto costo de la matrícula. No me arrepiento ni un segundo de haberme permitido esta experiencia.
Alguna vez fui operario en una fábrica de reciclaje de polietileno. Tuvo lugar a unos 80km al oriente de la ciudad canadiense de Montreal. Lo hacía en turnos de 11 de la noche a 7 de la mañana. Era una jornada matadora y muy mal paga. Sólo teníamos un receso de 30 minutos desde las 3:30am hasta las 4:00am. La comunicación era únicamente en francés, idioma que me resultaba muy complicado de manejar. La única palabra que me decían en inglés era “tomorrow”. Tenía que destrozar láminas de polietileno con una sierra que me recordaba el paramilitarismo en Colombia. Debía dejarlas en trozos pequeños y depositarlas en una trituradora. Luego el triturado se fundía al igual que se hacía con los pellets de material original. También había que remover piezas hirvientes recién salidas de los moldes y manipularlas hasta almacenaje sin estropearlas. Los de mejor pulso removían rebabas de piezas frías, pero ésos eran de un mayor escalafón, al que por suerte no alcancé a llegar.
Alguna vez fui mesero. Fue en un restaurante llamado Las Tablas sobre la avenida Irving Park de Chicago. Curiosamente había ya visto al dueño del restaurante en un reportaje que le hicieron en RCN en el que lo señalaban de ser el clon de Charly García. Yo me sorprendía de ver a mi compañero transportar con gran agilidad 3 platos de sopa rebosantes sin que se derramara una gota. Yo sólo lograba transportar un plato y siempre derramaba algo de la sopa. Me contrataron inicialmente como ‘buzz boy’, pero tuve un súbito ascenso a mesero debido a que fui el reemplazo obligado de mi compañero, quien rebanó uno de sus dedos mientras cortaba limones, y él, siendo un inmigrante despapelado y sin seguro médico tuvo que someterse a una cirugía improvisada que yo le practiqué anestesiándolo con xilocaína inyectada localmente y suturándolo con los elementos que contenía un botiquín que trajeron de alguna farmacia cercana. Creo que ésta fue una de las actividades en las que peor me fue ─la de mesero, la cirugía me quedó genial─, ya que el equilibrio, esencial en el arte de manejar platos en ambas manos y uno de los antebrazos, nunca ha sido una de mis aptitudes.
Alguna vez fui actor de telenovela. Al menos ello se suponía, ya que hice parte de un equipo de fútbol de actores colombianos en un partido de exhibición en la ciudad de Villavicencio. No fue fácil integrarme al grupo, ya que varios de los actores ─a quienes jamás había visto porque no veo telenovelas─ se mostraban altivos. Quizá el hecho de saberse o suponerse reconocido inflama un poco el ego. Puede que sea normal en ese mundo, pero para mí un actor es simplemente una persona que se gana la vida apareciendo en telenovelas, así como yo me la gano de una forma más anónima. Mi oportunidad llegó cuando un actor llamado Álex Gil rompió sus ligamentos en un mal movimiento. La banda izquierda en una defensa de cuatro quedó deshabitada y yo al menos tenía el perfil para jugar por allí. No lo hice tan mal. Al final del partido, que ganamos 2-0, y en el que hubo tres lesionados graves, frente a la pregunta que me hacían los niños de en qué novela salía mi respuesta era que yo había interpretado al sobrino de Epifanio Del Cristo en San Tropel. Estaba seguro de que ninguno de esos niños había nacido para el tiempo en el que transmitieron aquella telenovela protagonizada por Carlos Muñoz. Además no tenía ningún sobrino. Se tomaron muchas fotos conmigo creyendo que se retrataban con algún famoso.
Juan Pablo Díaz
Barranquilla, 2013
Twitter: @juanpdiazr
Alguna vez fui periodista deportivo. Lo hice para el canal local Telebarranquilla. Hacía notas, en su mayoría futboleras, pero también relacionadas a otros deportes, como el boxeo. El programa central se emitía en directo, y se interrumpía para pasar videos y, en algunos espacios, mis notas deportivas, las cuales hacía en pareja con uno de mis grandes amigos, quien algunos años después estaría en los mundiales de Alemania y Sudáfrica haciendo cubrimientos periodísticos. Tenía mi propio club de fans, quienes me enviaban regalos al canal. Mis fans más destacadas eran Yumerleidys y Usnavi. Cuando abandoné mi rol de reportero mis fans empezaron a llamar al canal preguntando al aire qué había pasado conmigo. Entonces el canal empezó a re emitir viejos videos para complacerlas. En mi experiencia como periodista deportivo pude conocer personalmente a jugadores y técnicos del rentado nacional. Además mi carnet de periodista me permitió durante un par de años entrar por el acceso a prensa al estadio Metropolitano. Tres años más tarde presentaría un programa futbolero llamado "La Redonda" que era transmitido a través del canal interno de la Universidad del Norte.
Alguna vez fui estudiante de medicina. Ocurrió tras haber culminado mi ciclo como estudiante de ingeniería. El interés por esta ciencia no era casual, tres de mis familiares la escogieron por profesión, así que podríamos inferir que me venía en la vena. Aparte de haber aprendido que una vida entera dedicada a comprender la célula sería insuficiente para lograrlo, aprendí algunas otras cosas más practicas, como a auto inyectarme intramuscular y a auto sacarme la sangre, lo cual no era tan simple. La primera vez que me intenté sacar la sangre no aflojé el elástico antes de retirar la aguja y dejé un charco de sangre en el laboratorio. Por suerte traía bata y mi uniforme se salvó de quedar manchado de mi propia sangre. Fue un año fascinante dedicado desde las aulas a algo completamente nuevo y diferente, ejercitando de una nueva forma mi cerebro, encantado con todo lo que aprendía en cada clase. Sucumbí por los horarios, el escaso tiempo libre para poder trabajar y el alto costo de la matrícula. No me arrepiento ni un segundo de haberme permitido esta experiencia.
Alguna vez fui operario en una fábrica de reciclaje de polietileno. Tuvo lugar a unos 80km al oriente de la ciudad canadiense de Montreal. Lo hacía en turnos de 11 de la noche a 7 de la mañana. Era una jornada matadora y muy mal paga. Sólo teníamos un receso de 30 minutos desde las 3:30am hasta las 4:00am. La comunicación era únicamente en francés, idioma que me resultaba muy complicado de manejar. La única palabra que me decían en inglés era “tomorrow”. Tenía que destrozar láminas de polietileno con una sierra que me recordaba el paramilitarismo en Colombia. Debía dejarlas en trozos pequeños y depositarlas en una trituradora. Luego el triturado se fundía al igual que se hacía con los pellets de material original. También había que remover piezas hirvientes recién salidas de los moldes y manipularlas hasta almacenaje sin estropearlas. Los de mejor pulso removían rebabas de piezas frías, pero ésos eran de un mayor escalafón, al que por suerte no alcancé a llegar.
Alguna vez fui mesero. Fue en un restaurante llamado Las Tablas sobre la avenida Irving Park de Chicago. Curiosamente había ya visto al dueño del restaurante en un reportaje que le hicieron en RCN en el que lo señalaban de ser el clon de Charly García. Yo me sorprendía de ver a mi compañero transportar con gran agilidad 3 platos de sopa rebosantes sin que se derramara una gota. Yo sólo lograba transportar un plato y siempre derramaba algo de la sopa. Me contrataron inicialmente como ‘buzz boy’, pero tuve un súbito ascenso a mesero debido a que fui el reemplazo obligado de mi compañero, quien rebanó uno de sus dedos mientras cortaba limones, y él, siendo un inmigrante despapelado y sin seguro médico tuvo que someterse a una cirugía improvisada que yo le practiqué anestesiándolo con xilocaína inyectada localmente y suturándolo con los elementos que contenía un botiquín que trajeron de alguna farmacia cercana. Creo que ésta fue una de las actividades en las que peor me fue ─la de mesero, la cirugía me quedó genial─, ya que el equilibrio, esencial en el arte de manejar platos en ambas manos y uno de los antebrazos, nunca ha sido una de mis aptitudes.
Alguna vez fui actor de telenovela. Al menos ello se suponía, ya que hice parte de un equipo de fútbol de actores colombianos en un partido de exhibición en la ciudad de Villavicencio. No fue fácil integrarme al grupo, ya que varios de los actores ─a quienes jamás había visto porque no veo telenovelas─ se mostraban altivos. Quizá el hecho de saberse o suponerse reconocido inflama un poco el ego. Puede que sea normal en ese mundo, pero para mí un actor es simplemente una persona que se gana la vida apareciendo en telenovelas, así como yo me la gano de una forma más anónima. Mi oportunidad llegó cuando un actor llamado Álex Gil rompió sus ligamentos en un mal movimiento. La banda izquierda en una defensa de cuatro quedó deshabitada y yo al menos tenía el perfil para jugar por allí. No lo hice tan mal. Al final del partido, que ganamos 2-0, y en el que hubo tres lesionados graves, frente a la pregunta que me hacían los niños de en qué novela salía mi respuesta era que yo había interpretado al sobrino de Epifanio Del Cristo en San Tropel. Estaba seguro de que ninguno de esos niños había nacido para el tiempo en el que transmitieron aquella telenovela protagonizada por Carlos Muñoz. Además no tenía ningún sobrino. Se tomaron muchas fotos conmigo creyendo que se retrataban con algún famoso.
Juan Pablo Díaz
Barranquilla, 2013
Twitter: @juanpdiazr
Tuesday, December 18, 2012
EL ÚLTIMO TIRO PENAL
Habían pasado tres años desde aquella tarde en la que el ‘profe’ Luna me mandó a la cancha en un partido en el que jugaban los mayores. Fue un evento fortuito. Yo pasaba horas merodeando por la cancha de abajo y cuando todos los de mi categoría se habían ido ahí quedaba yo. Hubo un lesionado y no había cambios. Entré sin dudarlo. En una me vino el centro de derecha y entraba yo libre de marca, pero no me atreví a saltar y conectar. El cabezazo no era una de mis virtudes, pero en realidad había tenido miedo. Sin embargo, en la misma jugada, el fútbol conspiró para que en un rechazo defectuoso el balón volviera al costado derecho y cayera sobre el mismo centrador, quien mandó de nuevo el centro. Habían pasado tan solo segundos y tuve de nuevo la misma idéntica oportunidad que había dejado pasar. Me levanté de un salto y conecté. El balón infló la red, y yo que corrí ferozmente a la raya para abrazar a Luna. Ganaron el partido con el gol de un refuerzo improvisado que mandó el azar desde una categoría menor.
Sería el primer torneo interno del que participaría desde que me formaba en la escuela del club. Cuando repartieron las camisetas en lugar de entregarme la ‘7’, la que siempre usé, me dieron la ‘3’. Jugaba de ‘11’, pero siempre me calcé la ‘7’. Pregunté si se trataba de un error. ─ No, no es un error, en este equipo jugarás como marcador izquierdo ─ Me dijo el entrenador. Fue como si una daga me atravesara de lado a lado. Qué iba a hacer con las incontables horas que pasé yo solo practicando los remates al arco, soñando con ser el goleador de mi equipo, con desquitarme de tantas cosas utilizando el fútbol, jugando de ‘11’ en aquel mágico torneo que coincidía con el Mundial de Italia.
En el colegio había jugado de defensor central por una curiosa situación. El entrenador que nos asignaron, de apellido Prieto y estudiante de 11 grado, había decidido que las posiciones serían en orden alfabético, así, el primero en la lista sería el arquero, más o menos hasta la F seríamos defensas, hasta la M serían volantes, y los últimos de la lista serían los atacantes. Mi buen amigo Zuluaga, por supuesto, resultó de atacante, y yo de defensa, aunque jugaba con la ‘7’. Salvo por aquella insólita situación del fútbol, exceptuando aquel arrebato caprichoso de ese tal Prieto, nunca había jugado en una posición distinta a la de delantero.
Llegaba el momento esperado y me tocaría saltar a la cancha con la número ‘3’ a desempeñar una misión desconocida, marcar la franja izquierda en una línea de 3. Pero el Dios del fútbol se hizo presente en mi vida de la forma más evidente posible. Sobre el último par de días previos al inicio del campeonato tuve un sorpresivo cambio de entrenador. El nuevo entrenador decidió que, aún con la casaca número ‘3’, jugaría de ‘11’.
Parecíamos ser el equipo más débil, pero con el correr de los partidos fuimos demostrando que éramos un equipo sólido. Nos parábamos bien atrás, y Abelardo y yo, la dupla atacante, estábamos finos a la hora de marcar. El torneo era por puntos, y antes de jugar la última fecha ya éramos inalcanzables. Éramos campeones sin haber jugado el último juego. Pero aquel partido era muy importante para Abelardo y para mí. Habíamos sido un dúo excepcional, pero cualquiera de los dos se podía quedar con el botín de oro. Él había marcado los mismos goles que yo, y ambos uno menos que Alvarito, un delantero de otro equipo. Ya Alvarito había jugado su último partido. Si cualquiera de los dos marcaba igualaba el récord de Alvarito, y si alguno se iba con dos dianas sería el botín de oro solitario.
Antes de que concluyera el primer tiempo cayó una pelota sobre mi sector y la crucé al otro palo del arquero para lograr el primer gol, poner en ventaja a mi equipo, igualar el récord de Alvarito y superar a Abelardo. Nos fuimos a las duchas con sólo una cosa por definirse en aquel torneo: el botín de oro. Por ahora había un doble empate en la tabla de artilleros y uno con un gol de desventaja y todavía con un tiempo por jugar.
Abelardo lucía nervioso. Él había estado por encima de mí en la tabla durante todo el torneo, y yo había resultado marcando 5 goles en los últimos cuatro partidos y lo había superado. Arrancó el segundo tiempo. Apenas empezaba y tuve una oportunidad de marcar. Otro balón cruzado que infló la red y puso el partido 2-0. Ya estaba yo solo en la parte más alta de la tabla de artilleros. El partido terminó de transcurrir con Abelardo bien abierto sobre la derecha y yo bien abierto sobre la izquierda. El ritmo bajó a un mínimo. No hubo más incidencias y el partido terminó.
Había ganado el botín de oro, o al menos eso creía yo. Los delegados y conjueces se reunieron terminado el partido y luego terminaron asegurando que había existido un triple empate en la tabla de goleadores entre Abelardo, Alvarito y yo. Yo no lo podía entender. La explicación fue que en un partido que habíamos ganado 2-0, en el que Mario y yo marcamos, se había pitado un W.O. antes de empezarlo porque el adversario se presentó después de la hora, y aunque el partido se terminó jugando con arbitraje y todo los goles marcados allí no contaban para ninguno de los anotadores de ese día, pero como el W.O. equivalía a un 2-0, y esos dos goles había que dárselos a alguien, se los habían dado uno a Abelardo y uno a Raúl. No podía existir una situación más injusta. ¿No era lógico haberle dado los dos goles a quienes los marcaron en lugar de dárselos a quienes no lo hicieron? Al parecer no.
Luego de varios debates decidieron que cobraríamos tres tiros desde el punto penal cada uno frente a un arquero neutral y quien ganara se quedaría con el botín de oro. Alvarito falló dos y salió de la contienda. Abelardo y yo fallamos uno y tuvimos que continuar lanzando. Alcanzamos a cobrar 7 tiros desde el punto penal y se mantenía el empate. En el octavo tiro Abelardo lo tiró afuera.
Si lo marcaba sería el último penal. Sería mi gloria personal. Si lo erraba la serie continuaba, y sería la tranquilidad para todos, para todos los que querían que el trofeo lo ganara cualquiera. Cualquiera menos yo. Y lo querían porque en aquel club los que no estábamos en ninguno de los colegios bilingües éramos vistos como menos, éramos objeto frecuente de burlas, jamás hacíamos parte de las ‘roscas’, no nos invitaban a las fiestas, ni siquiera era fácil que nos pasaran la pelota en los partidos.
Tomé impulso, mandé el zapatazo con lo que me quedaba, el arquero que no llegó, la pelota que pasó la línea, yo que levanté los brazos y que los vi a todos en silencio. A todos los que me decían que mi pelo parecía una choza, a todos los que se reían de mí porque me quedaba practicando terminada la práctica, a todos los que también se burlaban de la vieja Trooper en la que me llevaban a las clases porque ellos tenían carros mucho más lujosos, a esos mismos a quienes nunca les respondí pero que tuvieron que verme ese día levantando el trofeo y al de El Heraldo sacándome la foto, dejando indeleble la imagen que inmortalizaría ese momento sublime de la historia, de mi historia, para siempre.
Juan Pablo Díaz R.
Barranquilla (escrito originalmente en 1998, re escrito en 2012, transcurrido en 1990)
@juanpdiazr
Sería el primer torneo interno del que participaría desde que me formaba en la escuela del club. Cuando repartieron las camisetas en lugar de entregarme la ‘7’, la que siempre usé, me dieron la ‘3’. Jugaba de ‘11’, pero siempre me calcé la ‘7’. Pregunté si se trataba de un error. ─ No, no es un error, en este equipo jugarás como marcador izquierdo ─ Me dijo el entrenador. Fue como si una daga me atravesara de lado a lado. Qué iba a hacer con las incontables horas que pasé yo solo practicando los remates al arco, soñando con ser el goleador de mi equipo, con desquitarme de tantas cosas utilizando el fútbol, jugando de ‘11’ en aquel mágico torneo que coincidía con el Mundial de Italia.
En el colegio había jugado de defensor central por una curiosa situación. El entrenador que nos asignaron, de apellido Prieto y estudiante de 11 grado, había decidido que las posiciones serían en orden alfabético, así, el primero en la lista sería el arquero, más o menos hasta la F seríamos defensas, hasta la M serían volantes, y los últimos de la lista serían los atacantes. Mi buen amigo Zuluaga, por supuesto, resultó de atacante, y yo de defensa, aunque jugaba con la ‘7’. Salvo por aquella insólita situación del fútbol, exceptuando aquel arrebato caprichoso de ese tal Prieto, nunca había jugado en una posición distinta a la de delantero.
Llegaba el momento esperado y me tocaría saltar a la cancha con la número ‘3’ a desempeñar una misión desconocida, marcar la franja izquierda en una línea de 3. Pero el Dios del fútbol se hizo presente en mi vida de la forma más evidente posible. Sobre el último par de días previos al inicio del campeonato tuve un sorpresivo cambio de entrenador. El nuevo entrenador decidió que, aún con la casaca número ‘3’, jugaría de ‘11’.
Parecíamos ser el equipo más débil, pero con el correr de los partidos fuimos demostrando que éramos un equipo sólido. Nos parábamos bien atrás, y Abelardo y yo, la dupla atacante, estábamos finos a la hora de marcar. El torneo era por puntos, y antes de jugar la última fecha ya éramos inalcanzables. Éramos campeones sin haber jugado el último juego. Pero aquel partido era muy importante para Abelardo y para mí. Habíamos sido un dúo excepcional, pero cualquiera de los dos se podía quedar con el botín de oro. Él había marcado los mismos goles que yo, y ambos uno menos que Alvarito, un delantero de otro equipo. Ya Alvarito había jugado su último partido. Si cualquiera de los dos marcaba igualaba el récord de Alvarito, y si alguno se iba con dos dianas sería el botín de oro solitario.
Antes de que concluyera el primer tiempo cayó una pelota sobre mi sector y la crucé al otro palo del arquero para lograr el primer gol, poner en ventaja a mi equipo, igualar el récord de Alvarito y superar a Abelardo. Nos fuimos a las duchas con sólo una cosa por definirse en aquel torneo: el botín de oro. Por ahora había un doble empate en la tabla de artilleros y uno con un gol de desventaja y todavía con un tiempo por jugar.
Abelardo lucía nervioso. Él había estado por encima de mí en la tabla durante todo el torneo, y yo había resultado marcando 5 goles en los últimos cuatro partidos y lo había superado. Arrancó el segundo tiempo. Apenas empezaba y tuve una oportunidad de marcar. Otro balón cruzado que infló la red y puso el partido 2-0. Ya estaba yo solo en la parte más alta de la tabla de artilleros. El partido terminó de transcurrir con Abelardo bien abierto sobre la derecha y yo bien abierto sobre la izquierda. El ritmo bajó a un mínimo. No hubo más incidencias y el partido terminó.
Había ganado el botín de oro, o al menos eso creía yo. Los delegados y conjueces se reunieron terminado el partido y luego terminaron asegurando que había existido un triple empate en la tabla de goleadores entre Abelardo, Alvarito y yo. Yo no lo podía entender. La explicación fue que en un partido que habíamos ganado 2-0, en el que Mario y yo marcamos, se había pitado un W.O. antes de empezarlo porque el adversario se presentó después de la hora, y aunque el partido se terminó jugando con arbitraje y todo los goles marcados allí no contaban para ninguno de los anotadores de ese día, pero como el W.O. equivalía a un 2-0, y esos dos goles había que dárselos a alguien, se los habían dado uno a Abelardo y uno a Raúl. No podía existir una situación más injusta. ¿No era lógico haberle dado los dos goles a quienes los marcaron en lugar de dárselos a quienes no lo hicieron? Al parecer no.
Luego de varios debates decidieron que cobraríamos tres tiros desde el punto penal cada uno frente a un arquero neutral y quien ganara se quedaría con el botín de oro. Alvarito falló dos y salió de la contienda. Abelardo y yo fallamos uno y tuvimos que continuar lanzando. Alcanzamos a cobrar 7 tiros desde el punto penal y se mantenía el empate. En el octavo tiro Abelardo lo tiró afuera.
Si lo marcaba sería el último penal. Sería mi gloria personal. Si lo erraba la serie continuaba, y sería la tranquilidad para todos, para todos los que querían que el trofeo lo ganara cualquiera. Cualquiera menos yo. Y lo querían porque en aquel club los que no estábamos en ninguno de los colegios bilingües éramos vistos como menos, éramos objeto frecuente de burlas, jamás hacíamos parte de las ‘roscas’, no nos invitaban a las fiestas, ni siquiera era fácil que nos pasaran la pelota en los partidos.
Tomé impulso, mandé el zapatazo con lo que me quedaba, el arquero que no llegó, la pelota que pasó la línea, yo que levanté los brazos y que los vi a todos en silencio. A todos los que me decían que mi pelo parecía una choza, a todos los que se reían de mí porque me quedaba practicando terminada la práctica, a todos los que también se burlaban de la vieja Trooper en la que me llevaban a las clases porque ellos tenían carros mucho más lujosos, a esos mismos a quienes nunca les respondí pero que tuvieron que verme ese día levantando el trofeo y al de El Heraldo sacándome la foto, dejando indeleble la imagen que inmortalizaría ese momento sublime de la historia, de mi historia, para siempre.
Juan Pablo Díaz R.
Barranquilla (escrito originalmente en 1998, re escrito en 2012, transcurrido en 1990)
@juanpdiazr
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