Mi infancia me dio más de una herramienta para mi supervivencia años más tarde como adulto, y es que crecer en la tórrida Barranquilla es conocer, entre otras cosas, lo que es cerrar una cuadra con cuatro piedras y un balón de trapo, correr al escuchar la bocina del carrito del raspao, o hacer guerra de bolsitas de agua y maicena. Mi infancia, en principio solitario porque fui el mayor de tres varones, estuvo llena de momentos amenos fuera de las paredes del recinto que mis padres me dieron por hogar. Una tirada en picada sobre una patineta, trepadas en árboles de mamón, caimito, níspero y hasta los más complicados, el de hicaco y el de ciruela. Fracturé mi muñeca izquierda, mi clavícula derecha, alguna vez me quedó expuesta la tibia, me tomaron puntos de sutura cinco veces sólo en el rostro, y raspé tantas veces mis rodillas que aún hoy tengo una especie de callosidad en cada una.
Bogotá ha sido parte de mi vida de adulto, ciudad que aprendí a conocer al derecho y al revés, desde el Tunal hasta Toberín, desde Chapinero hasta Bosa, desde Carvajal hasta Álamos; inclusive toda provincia circundante, Sibaté, Madrid, Mosquera, Cota, Chía, Sopó. Entre más conozco esta ciudad menos me explico cómo puede hacer un niño para crecer en las entrañas de esta mole de concreto: tibia, oscura, saturada de personas y vehículos, y plagada de hollín.
Uno de cada 5 colombianos habita en esta urbe, que mueve un tercio de la economía nacional, en un mercado en el que vence, a veces, el mejor, y otras, el más barato, pero donde todos sobreviven. La capital no produce grandes personajes, ni deportistas, ni artistas, ni intelectuales, aducen algunos que debido al poco oxígeno disuelto en el aire a esta baja presión atmosférica. Pero, de nuevo, ¿Cómo hace un niño para tener infancia en esta colosal metrópoli?
Dejar a un niño creciendo en esta densa atmósfera es condenarlo a perderse de todo, a que su mundo sea lo que le muestre Nickelodeon, a que nunca se entere de lo que es recorrer el barrio en vacaciones con los demás niños, jugando a la ‘yeva’ congelada o al ‘escondite americano’, hasta la media noche. Impensable en una ciudad donde el único lugar medio seguro es el interior de la casa. Es que el Maloka y el Salitre Mágico reemplacen el agua del mar, la arena de la cancha, o el paseo en carreta por el parque. Un niño que crece en la capital será muy joven a los 8 para ingresar al estadio El Campín, mientras que su análogo en otra latitud podría ser ya un veterano de la grada con la casaca de su equipo.
Un niño que crece en la capital no comerá ‘piñitas’, comerá ‘mojicones’, y no sabrá lo que es un ‘boli’ de corozo o un raspao de tamarindo con leche condensada, sino quizá, frutica picada y algodón de azúcar. Un niño que crece en la capital cuando llegue a adulto tratará de ‘usted’ incluso a sus más cercanos amigos, con lo que se verán extrañados el resto de hispanos del planeta si alguna vez se va al exterior. El pobre niño capitalino, de adulto, dirá que llegó de “primeras” (de primero), que escribe con un “esfero”, que “le toca que suba”, que fue “qué día” (el otro día), y una cantidad insólita de incorrecciones que en el resto del mundo hispano nadie comprenderá. El pobre niño que crece en el capital hallará una dificultad tremenda para aprender un segundo idioma.
Bogotá es una experiencia para adultos, que conocimos el afuera mientras crecíamos, y nos ofrece un espacio fabuloso para volver a descargar adrenalina cada vez que un carro nos acelere para vernos correr despavoridos a la acera, para recordar el ‘que se arme la pila’ en cada estación de TransMilenio, o para recibir lecciones de urbanidad que tan gentilmente nos ofrecen con elegantes frases como “yo le hago el favor”, “yo no dormí con usted anoche”, “no me lo está preguntando pero”, y otras perlillas más.
Juan Pablo Díaz R.
Bogotá, 2012
@juanpdiazr
Subscribe to:
Post Comments (Atom)
No comments:
Post a Comment