Monday, August 30, 2010

DE NUEVA YORK A BOGOTÁ

En NYC el frío es muy fuerte, unos 15 grados, una ventisca lo hace aún más insoportable. Charcos invisibles cerca a los bordillos, cualquier pedazo de piso seco podría dejar mi pie dentro de 6 pulgadas de agua helada. El M60 es una buena opción para atravesar desde Queens hasta la parte alta de Manhattan. Mi tarjeta con “unlimited rides” me permitirá transferirme a la línea azul del Subway. En Bogotá dicen que hace frío, pero la temperatura supera los 50 grados. La gente usa chaquetas y paraguas. Conatos de llovizna van y vienen. La buseta de “Boitá” me ayuda a atravesar de la Carrera 13 a la Carrera 30. Llego a la línea de Transmilenio, pero tengo que volver a pagar mi pasaje, la buseta no me entrega “transfer” alguno. Utilizo mi tarjeta de TransMilenio y me descuentan $1.600. Al intentar bajarme una avalancha de pasajeros procuran ingresar al articulado sin permitirme la salida.

Camino un par de cuadras hacia el Port Authority. Todos corren, hacia un lado ó hacia el otro. Se acerca a mí una mujer rubia y me dice – Will you laugh at me? – No respondo nada, al tiempo que la miro fijamente al rostro. Entonces me cuenta que le hacen falta unos dólares para completar el pasaje del Greyhound. – The last time you came up with the same thing I told you to go to the Salvation Army – Le dije. Entonces, enrojecida, da media vuelta y se va. Es la tercera vez que se acerca a mí con la misma historia, espero que ésa haya sido la última. Me bajo en el Carrefour de la 30, empiezo a atravesar el puente peatonal. Me cruzo con una persona en muletas que procura la hazaña de llegar al otro lado a paso muy lento; una indígena descalza, con dos niñas indígenas también descalzas, esperando alguna limosna de quien pase por allí; un tipo con un brazo deforme, que lo enseña en alto mientras pide una “ayudita”. Llego al final del puente, hay alguien ofreciéndome fotos para mi pasado judicial; un vendedor de cada operador celular ofreciéndome el mejor chip. Sigo mi camino, me cruzo con una mujer que vende un maní dulce que ella misma produce en medio de la acera. Pasa alguien muy rápido cabalgando su “cicla” a través de la ciclo-ruta, siento que me roza el codo. Intento atravesar una calle, pero tres carros con desvergüenza se me vienen encima sin haber indicado el cruce con los direccionales; pasan y cruzo.

De tantas veces que me he visto obligado a ir a McDonald’s creo que me ha poseído un ser maligno, mefistofélico y luciferino con el perfil de un payaso. Bajo a la estación del Subway y tomo la línea 7. Un tipo joven, desarreglado, oloroso y despelucado saca una guitarra y se coloca una dulzaina en el cuello sujetada con un particular soporte de hombre orquesta; empieza a tocar con maestría y canta con voz clara y afinada. Todo un artista, perdido en las calles, seguramente arruinado por la droga. En las pausas aprovecha para soplar a través de la dulzaina sin suspender el show que a través de cuerdas llevan sus dedos. Llego a mi lugar de trabajo. Ese hollín que habita el aire bogotano con aparentes cualidades sobrenaturales ha penetrado en todo lugar. Tengo que limpiar el lugar y escurrir a ese “ser maligno”. Me siento y enciendo el computador. El tiempo se pasa muy rápido hasta el final del día. Tomo el bus de regreso. A las pocas cuadras se sube una persona que asegura ser desplazado por la violencia y que solicita ayuda. No muchos le comen el cuento. Más adelante se sube un vendedor de minutos y de candelillas de incienso; con singular simpatía y sin vender lástima logra que todos le compremos la candelilla.

Llego hasta Queens. Recojo una maleta y llevo la ropa sucia al “Coin Laundry” más cercano. $1.25 ponen a andar la máquina, y por cada ‘quarter’ insertado la secadora me entrega 10 minutos de secado; con 30 será suficiente. Con dificultad logro hacer que el chino entienda que quiero que drene la salsa de mi “sesame chicken”, pero con claridad entiendo que son $4,99. Por la carga máxima de 14 libras de ropa que dejo en la lavandería más barata de Chapinero pago $18.200. Me la entregan seca pero sin doblar, ello me habría significado $1.500 adicionales. Una arepa rellena con chorizo, carne desmechada y queso mozarella mitigará mi volcánica actividad gástrica a estas horas. El billete de $10.000 no me alcanza, guardo algún menudo adicional; tocó aplazar por hoy el jugo de guanábana.

Regreso a Manhattan. A través del túnel alguien me asegura que “Dios es mi Salvador”, si le doy dinero, si no, supongo que me tendré que salvar a mí mismo. Observo una mujer tocando con un instrumento extraño una melodía parecida, ó tal vez la misma de la canción “Maldita Primavera” de Yuri. Abro la galleta de la fortuna que he guardado en mi bolsillo, dice: “you will go as far as you want as long as you know where you are heading to”. El conductor de la única buseta cuya ruta me lleva hacia el norte desde la 30, cruzando al oriente hasta la Séptima, se detiene a recogerme al tiempo que el exagerado cúmulo humano que transporta me abre espacio para permitirme la entrada. La puerta se cierra y quedamos como arroz chino en caja. Me bajo y camino hasta el Éxito de la 53, todos los que llegan a la banda transportadora se detienen y esperan ser arrastrados hasta el otro lado, como si la vida les hiciera pausa en ese corto recorrido.


Juan Pablo Díaz R.

Nota: este ensayo se construyó a partir de dos anteriores, "Un Día En Nueva York" y "Un Día En Bogotá".

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