Tuesday, December 18, 2012

EL ÚLTIMO TIRO PENAL

Habían pasado tres años desde aquella tarde en la que el ‘profe’ Luna me mandó a la cancha en un partido en el que jugaban los mayores. Fue un evento fortuito. Yo pasaba horas merodeando por la cancha de abajo y cuando todos los de mi categoría se habían ido ahí quedaba yo. Hubo un lesionado y no había cambios. Entré sin dudarlo. En una me vino el centro de derecha y entraba yo libre de marca, pero no me atreví a saltar y conectar. El cabezazo no era una de mis virtudes, pero en realidad había tenido miedo. Sin embargo, en la misma jugada, el fútbol conspiró para que en un rechazo defectuoso el balón volviera al costado derecho y cayera sobre el mismo centrador, quien mandó de nuevo el centro. Habían pasado tan solo segundos y tuve de nuevo la misma idéntica oportunidad que había dejado pasar. Me levanté de un salto y conecté. El balón infló la red, y yo que corrí ferozmente a la raya para abrazar a Luna. Ganaron el partido con el gol de un refuerzo improvisado que mandó el azar desde una categoría menor.

Sería el primer torneo interno del que participaría desde que me formaba en la escuela del club. Cuando repartieron las camisetas en lugar de entregarme la ‘7’, la que siempre usé, me dieron la ‘3’. Jugaba de ‘11’, pero siempre me calcé la ‘7’. Pregunté si se trataba de un error. ─ No, no es un error, en este equipo jugarás como marcador izquierdo ─ Me dijo el entrenador. Fue como si una daga me atravesara de lado a lado. Qué iba a hacer con las incontables horas que pasé yo solo practicando los remates al arco, soñando con ser el goleador de mi equipo, con desquitarme de tantas cosas utilizando el fútbol, jugando de ‘11’ en aquel mágico torneo que coincidía con el Mundial de Italia.

En el colegio había jugado de defensor central por una curiosa situación. El entrenador que nos asignaron, de apellido Prieto y estudiante de 11 grado, había decidido que las posiciones serían en orden alfabético, así, el primero en la lista sería el arquero, más o menos hasta la F seríamos defensas, hasta la M serían volantes, y los últimos de la lista serían los atacantes. Mi buen amigo Zuluaga, por supuesto, resultó de atacante, y yo de defensa, aunque jugaba con la ‘7’. Salvo por aquella insólita situación del fútbol, exceptuando aquel arrebato caprichoso de ese tal Prieto, nunca había jugado en una posición distinta a la de delantero.

Llegaba el momento esperado y me tocaría saltar a la cancha con la número ‘3’ a desempeñar una misión desconocida, marcar la franja izquierda en una línea de 3. Pero el Dios del fútbol se hizo presente en mi vida de la forma más evidente posible. Sobre el último par de días previos al inicio del campeonato tuve un sorpresivo cambio de entrenador. El nuevo entrenador decidió que, aún con la casaca número ‘3’, jugaría de ‘11’.

Parecíamos ser el equipo más débil, pero con el correr de los partidos fuimos demostrando que éramos un equipo sólido. Nos parábamos bien atrás, y Abelardo y yo, la dupla atacante, estábamos finos a la hora de marcar. El torneo era por puntos, y antes de jugar la última fecha ya éramos inalcanzables. Éramos campeones sin haber jugado el último juego. Pero aquel partido era muy importante para Abelardo y para mí. Habíamos sido un dúo excepcional, pero cualquiera de los dos se podía quedar con el botín de oro. Él había marcado los mismos goles que yo, y ambos uno menos que Alvarito, un delantero de otro equipo. Ya Alvarito había jugado su último partido. Si cualquiera de los dos marcaba igualaba el récord de Alvarito, y si alguno se iba con dos dianas sería el botín de oro solitario.

Antes de que concluyera el primer tiempo cayó una pelota sobre mi sector y la crucé al otro palo del arquero para lograr el primer gol, poner en ventaja a mi equipo, igualar el récord de Alvarito y superar a Abelardo. Nos fuimos a las duchas con sólo una cosa por definirse en aquel torneo: el botín de oro. Por ahora había un doble empate en la tabla de artilleros y uno con un gol de desventaja y todavía con un tiempo por jugar.

Abelardo lucía nervioso. Él había estado por encima de mí en la tabla durante todo el torneo, y yo había resultado marcando 5 goles en los últimos cuatro partidos y lo había superado. Arrancó el segundo tiempo. Apenas empezaba y tuve una oportunidad de marcar. Otro balón cruzado que infló la red y puso el partido 2-0. Ya estaba yo solo en la parte más alta de la tabla de artilleros. El partido terminó de transcurrir con Abelardo bien abierto sobre la derecha y yo bien abierto sobre la izquierda. El ritmo bajó a un mínimo. No hubo más incidencias y el partido terminó.

Había ganado el botín de oro, o al menos eso creía yo. Los delegados y conjueces se reunieron terminado el partido y luego terminaron asegurando que había existido un triple empate en la tabla de goleadores entre Abelardo, Alvarito y yo. Yo no lo podía entender. La explicación fue que en un partido que habíamos ganado 2-0, en el que Mario y yo marcamos, se había pitado un W.O. antes de empezarlo porque el adversario se presentó después de la hora, y aunque el partido se terminó jugando con arbitraje y todo los goles marcados allí no contaban para ninguno de los anotadores de ese día, pero como el W.O. equivalía a un 2-0, y esos dos goles había que dárselos a alguien, se los habían dado uno a Abelardo y uno a Raúl. No podía existir una situación más injusta. ¿No era lógico haberle dado los dos goles a quienes los marcaron en lugar de dárselos a quienes no lo hicieron? Al parecer no.

Luego de varios debates decidieron que cobraríamos tres tiros desde el punto penal cada uno frente a un arquero neutral y quien ganara se quedaría con el botín de oro. Alvarito falló dos y salió de la contienda. Abelardo y yo fallamos uno y tuvimos que continuar lanzando. Alcanzamos a cobrar 7 tiros desde el punto penal y se mantenía el empate. En el octavo tiro Abelardo lo tiró afuera.

Si lo marcaba sería el último penal. Sería mi gloria personal. Si lo erraba la serie continuaba, y sería la tranquilidad para todos, para todos los que querían que el trofeo lo ganara cualquiera. Cualquiera menos yo. Y lo querían porque en aquel club los que no estábamos en ninguno de los colegios bilingües éramos vistos como menos, éramos objeto frecuente de burlas, jamás hacíamos parte de las ‘roscas’, no nos invitaban a las fiestas, ni siquiera era fácil que nos pasaran la pelota en los partidos.

Tomé impulso, mandé el zapatazo con lo que me quedaba, el arquero que no llegó, la pelota que pasó la línea, yo que levanté los brazos y que los vi a todos en silencio. A todos los que me decían que mi pelo parecía una choza, a todos los que se reían de mí porque me quedaba practicando terminada la práctica, a todos los que también se burlaban de la vieja Trooper en la que me llevaban a las clases porque ellos tenían carros mucho más lujosos, a esos mismos a quienes nunca les respondí pero que tuvieron que verme ese día levantando el trofeo y al de El Heraldo sacándome la foto, dejando indeleble la imagen que inmortalizaría ese momento sublime de la historia, de mi historia, para siempre.

Juan Pablo Díaz R.
Barranquilla (escrito originalmente en 1998, re escrito en 2012, transcurrido en 1990)
@juanpdiazr

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